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Grabado y edición, N° 12, enero 2008



David Maes y la obsesión por el cuerpo

Su nombre no está en primera línea, nadie se da la vuelta si en un museo grito: !David Maes!, pero el arte es tan íntimo como la poesía, y más el grabado de David Maes, poco aparente para un museo, para una pared sedienta de llenar huecos. No gritaré entonces, se trata de dar una vuelta a solas, sin público.

David Maes es un artista fuertemente apegado al concepto de arte como expresión de vida. El hombre se convierte en epicentro de su obra y con él, su cuerpo: la serie de cabezas que aparecen en sus grabados, el hombre andando y sus muchas posturas, todo ello constituye un estudio del movimiento, de lo que insufla vida al cuerpo que son sus órganos, aunque no le interesa diseccionar los cuerpos para ver que la movilidad está en los músculos, en el cerebro, sino que con la carcasa, con la escena física, la idea vida es concluyente.

David Maes reconoce estar influido por el arte griego y abarca el concepto de belleza desde la perspectiva platónica, vinculada a la “presencia”. La presencia tiene un gran arraigo físico, no hay nada más cercano a nosotros que el asfalto, aunque ese feísmo de las cosas físicas no es lo que interesa a Maes, tampoco la teoría atómica, quizá sí la fuerza de la gravedad y todo lo que constituye este comportamiento físico (e invisible) que atañe al hombre y a su posición. La idea física no se refiere a algo presencial, que esté aquí, ahora. Tampoco Platón habla de la presencia como algo netamente pegado al suelo, sino como algo que desprenden las cosas u objetos y ese humo desprendido es el que ayuda a hacer de un objeto, algo “bello”. Las leyes de la física son importantes para él, sino sus cuerpos estarían al revés, sus cabezas ladeadas, pero conoce cual es la posición de los cuerpos, y el hombre andando tiene la verticalidad que imprime la gravedad. Sus cabezas, muchas veces carentes de cuerpo, no parecen existir por si mismas sino que se adivina el cuerpo que las precede, aunque no esté representado.

El hombre, su cuerpo, pero también todo aquello que está vivo: árboles, peces, pájaros, muy presentes en la obra de Escher. Recordemos aquellos grabados donde los peces, formando una retícula, iban convirtiéndose en pájaros hasta completar una malla geométrica a modo de tetrix.

A pesar de esa conversión de pez a pájaro en Escher, la obra de David Maes no asume ninguna metamorfosis. Todo lo representado tiene su espacio, no cabe la sucesión de muchos cuerpos en el mismo grabado, la vida requiere de un espacio íntimo, donde no cabe otra vida. Esta manera de tratar el espacio está muy relacionada con el arte chino, del que David Maes se reconoce admirador. El vacío es el paradigma del arte chino, así como todo lo que se refiere a la naturaleza, lo que proviene de ella. El arte chino es por tanto condensador de vida. Sus rollos horizontales que se abren poco a poco, muestran un paisaje que parece descubrirse en el instante, que se va haciendo a medida que desenrollamos la pintura. La línea es la que define el perfil de lo que se intuye montaña, árbol, que sólo precisa un trazo negro para reconocerse, o de un color terroso, pero donde los tamaños no se jerarquizan salvo en el momento en que aparece el hombre, asumido como algo ínfimo.

Resulta paradójico pensar en la admiración de Maes hacia la pintura china. El hombre que él ensalza es para el paisaje chino un elemento prescindible o sino, integrado en la naturaleza igual que se integra o pertenece a ella una flor. No importa el hombre, su descomunal tamaño y presencia en la pintura “occidental” parece evacuarse hasta ser un espectador del vacío e invisible universo natural. El hombre no es acción sino contemplación.

David Maes nace en Canadá en 1956 y vive desde hace veinte años en Francia. Resulta curioso ver la evolución de un hombre nacido en América del Norte, afincado en Francia y también conocedor de otros países como España, principalmente Madrid, donde obtuvo una beca de la Casa de Velázquez, y vivió de 1992 a 1994. Aunque se enfrentó a Goya en la Galería Nacional de Ottawa, en una exposición de 1975, confiesa que sintió una gran admiración: “Hay algo profundamente simple en la relación de Goya con el grabado”. De nuevo aflora ese afán por lo simple, por la imagen aislada. El grabado de La paloma, muestra al ave con las alas extendidas en una posición que nos advierte de que está viva, quizá más que nunca. Se trata de una mancha, no definida, donde se desdoblan dos alas, quizá sea un ángel. La paloma no necesita de un árbol u otro elemento sino que tiene un espacio para ella, para desarrollar su vida, para mostrarse. “Las diversas posiciones y posturas del cuerpo forman una suerte de alfabeto corporal que me permite la expresión de ideas y sensaciones”, dice el artista. De ahí la posición de la paloma, de los hombres andando, cada uno en un espacio, pero todos con idéntico mecanismo.

A pesar de la dificultad que conlleva el grabado, David Maes tiene una mirada esperanzadora: “Soy optimista con respecto al futuro del grabado, pienso que en algún momento las generaciones jóvenes volverán a tomar interés por todos estos medios de expresión, probablemente utilizándolos de otra manera, para regenerarlos.”

David Maes abarca la vida desde el concepto de “humanidad”, es decir, el hombre deja ser sólo cuerpo para asumir una moral, un “alma”.



Sara Delgado Manso